LA PIEDAD DE ALAMBRES

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He leído la crítica del filósofo Julio García Caparrós sobre mi cuadro La Piedad de los Alambres, con el máximo interés. El texto íntegro puede encontrarse en su Facebook (entrada del 8/agosto/2016).

Cito algunos fragmentos:

“De hecho, mi Pietá” dice el filósofo “ la he conocido hace poco, es la del pintor de Burriana Vicente Traver Calzada, una pintura sobre una escultura realizada en alambre de espino”.

“…el cuerpo yacente de Jesús en el regazo de su madre es una figura de alcance universal. Algo así como la esencia o la maternidad de lo materno. Porque es la madre la que sobrevive, la que perdura a la extinción del hijo”

“…podemos imaginar esta nueva Pietá en Auschwitz-Birkenau, en Siria o en la franja de Gaza”.

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Me identifico con las palabras del Sr. Julio García Caparrós, a las que, como entusiasta que soy de “cómo se hizo”, sólo añadiré detalles técnicos del cuadro, alguna anécdota del proceso de ejecución, datos sobre materiales empleados, fotografías, etc.

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Se trata de un óleo de 2008 pintado sobre tabla de 180 cm x 220 cm.

Los colores empleados fueron: blanco de titanio, negro, tierras amarillas y rojas, azul ultramar, escasas veladuras de Siena y de carmín. El diluyente o medium lo compuse con aceite de linaza polimerizado y barniz copal.

Durante un par de meses mi tarea en la construcción de la escultura-modelo para el cuadro consistió en cortar, retorcer, fijar metros y metros de alambre de espino (con la botella de agua oxigenada siempre a mano pues los alambres a veces se disparaban peligrosamente) hasta lograr que la maraña adquiriese la forma clásica de la Piedad, es decir, La Madre con el Hijo muerto en brazos.

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Desde el primer momento fue un trabajo creativo tanto en su aspecto plástico como por la idea del sufrimiento y dolor que encerraba; siempre tenía presente las terribles consecuencia de las guerras, el instinto asesino de los hombres, nuestra estupidez para repetir los mismos errores, el incomprensible silencio de Dios…. Mis lecturas de aquella época abundaban en ese sentido.

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Una vez el modelo-escultura terminado, probé distintas formas de iluminarlo. Con luz artificial rasante el relieve de los alambres producía un sombreado muy sugestivo, pero que me desviaba de la austeridad que me había propuesto, de modo que situé el modelo bajo el ventanal oeste del estudio y me dispuse a pintarlo del natural sin concesiones a efectismo alguno.

Cuando se pinta del natural un cuadro no se termina nunca. La fotografía a la que el pintor hiperrealista recurre de forma algo vergonzante, no proporciona la verdad de tener enfrente el modelo. Abandonas cuando adviertes que te estás repitiendo o que empleas recursos conocidos de antemano.

El cuadro, tal como me lo planteé ( y me planteo en general mi trabajo de pintor), es una lucha con lo que tienes delante y contigo mismo. Nunca me han dicho de este cuadro que “fuese bonito”. Para la sensibilidad caprichosa de ciertos coleccionistas y conservadores de museos, puede resultar incluso excesivamente serio. Una réplica del mismo la incluí en uno de los murales del Palacio de la Diputación de Castellón, en memoria de la matanza de civiles perpetrada en la provincia por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independecia.

A veces junto al cuadro he expuesto la escultura-modelo. Ante la madeja de alambres reales y pintados, el espectador se extraña y se sonríe… cuando poco a poco van descubriendo lo que allí se representa, la expresión de sus rostros cambia.

Siempre he sabido que una pintura no se salva por la historia que nos cuenta. Lo que el pintor trata de comunicar va comprendido en cada pincelada, el color y la textura, en un todo que se capta de una vez.

Así como la pintura abstracta suele degenerar con frecuencia en el puro decorativismo, el peligro de la pintura figurativa es la infección de lo literario, o el empeño, algo infantiloide de la imitación fotográfica. Pintar del natural protege de ambos vicios porque tanto el modelo como la mirada del pintor cambian constantemente. Sobre el modelo actúa la luz y se establece un diálogo fructífero, y la densidad atmosférica, sobre el ojo y la mano del pintor pesan con emociones: el humor del momento o el bagaje cultural que se posea.

Pero si todo ello no se conjuga en una especie de estado de gracia donde la intuición nos va guiando sobre lo que hay que resaltar o eliminar en nuestro trabajo, la obra de arte falla. El puro impulso creativo sin el orden que proporciona la reflexión y la elección de la técnica adecuada produce obras inconsistentes, por el contrario el predominio de lo mental en el arte conduce al academicismo, a obras que nacen muertas.

Cuando sale del taller, un cuadro parece adquirir vida propia y se convierte en una obra abierta a múltiples interpretaciones. Entre lo que el pintor pretendía hacer, lo que cree haber hecho y lo que el receptor de la obra ve en él, a veces hay un abismo.

El artista por lo general centra su trabajo en la Belleza y la veracidad del propio lenguaje, la mirada del espectador sensible e inteligente le aporta significados nuevos y lo enriquece abriendo otras posibilidades.

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